En este día especial, recordamos la importancia de orar por nuestras naciones y bendecir la tierra de nuestros hermanos, reconociendo que toda nación está bajo el cuidado y propósito de Dios. Al abrir la Palabra, se nos invita a reflexionar sobre la sabiduría y la inteligencia, no como simples capacidades intelectuales, sino como la habilidad de vivir correctamente, tomar decisiones justas y discernir el consejo de Dios y de personas sabias a nuestro alrededor. La sabiduría bíblica es práctica, se aprende en la vida diaria, y es un don que debemos pedir a Dios para poder ver lo que a veces está velado a nuestros ojos.
La familia es el lugar donde esta sabiduría se transmite de generación en generación. Los padres tienen la responsabilidad de guiar a sus hijos, no solo con palabras, sino con el ejemplo y el amor que proviene del Padre celestial. El amor de Dios, ese amor ágape, es el modelo supremo: un amor que celebra la presencia del hijo, que perdona, corrige, restaura y bendice. Ser padre o madre no es solo un rol o un título, es una cuestión de identidad, una identidad que se asume y se vive, y que se aprende en el contexto de la familia y la comunidad de fe.
El ciclo de la familia es continuo: los hijos crecen bajo la cobertura de sus padres, y luego forman sus propios hogares, llevando consigo la bendición y la identidad recibida. El enemigo busca romper este ciclo, distorsionando la identidad y la estructura familiar, pero en Cristo encontramos restauración, propósito y una verdadera familia. La parábola del hijo pródigo nos muestra que el verdadero héroe es el padre, quien tiene el poder de restaurar la dignidad, perdonar y devolver la identidad a su hijo. Así también, los padres están llamados a ser héroes para sus hijos, reflejando el corazón de Dios.
La paternidad y la maternidad son reales, se viven en el dolor, la alegría, la corrección y el perdón. No se trata de suplir vacíos con sustitutos irreales, sino de vivir la realidad de la familia, de la comunidad, de la iglesia. Dios llama a los padres a volver su corazón hacia sus hijos, a bendecirlos, a orar por ellos y a ser un vallado de protección espiritual. La mayor herencia que podemos dejar a nuestros hijos no son bienes materiales, sino una identidad bendecida, una cobertura de amor y el ejemplo de un corazón vuelto hacia ellos, como el corazón del Padre celestial hacia nosotros.
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