La historia de la mujer pecadora y Simón el fariseo nos recuerda que, aunque nuestras historias y pecados sean diferentes, todos compartimos la misma condición: somos deudores ante Dios, incapaces de pagar nuestra deuda espiritual por nosotros mismos. No importa si nuestra vida ha sido escandalosa o aparentemente intachable; la diferencia no está en la cantidad de pecado, sino en si reconocemos nuestra necesidad y llevamos nuestro pecado a Jesús. Cuando reconocemos nuestra bancarrota espiritual, nos abrimos a recibir el perdón y la transformación que solo Él puede dar. [23:33]
Lucas 7:36-50
Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiera con él. Y entrando en casa del fariseo, se sentó a la mesa. Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los secaba con los cabellos de su cabeza, y besaba sus pies, y los ungía con el perfume. Cuando vio esto el fariseo que le había convidado, dijo para sí: Si éste fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora. Entonces respondiendo Jesús, le dijo: Simón, una cosa tengo que decirte. Y él le dijo: Di, Maestro. Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más? Respondiendo Simón, dijo: Pienso que aquel a quien perdonó más. Y él le dijo: Rectamente has juzgado. Y vuelto a la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas ésta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados te son perdonados. Y los que estaban juntamente sentados a la mesa, comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es éste, que también perdona pecados? Pero él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, ve en paz.
Reflexión: ¿En qué áreas de tu vida has minimizado tu necesidad de la gracia de Jesús, y cómo puedes hoy reconocer tu verdadera condición delante de Él?
La mujer pecadora se expuso sin máscaras ni defensas, derramando lágrimas y perfume a los pies de Jesús, sin importar la vergüenza o el juicio de los demás. Su acto, aunque escandaloso para la cultura, fue hermoso ante Dios porque fue una confesión sincera y una entrega total. Delante de Jesús, la vulnerabilidad y la confesión no son motivo de rechazo, sino de restauración y perdón. No dejes que el temor al qué dirán o la vergüenza te impidan acercarte a Jesús con honestidad; Él no rechaza a los quebrantados, sino que los recibe y los sana. [17:57]
Salmo 51:16-17
Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría;
No quieres holocausto.
Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado;
Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.
Reflexión: ¿Qué pecado o herida has guardado en secreto por miedo a la vergüenza, y cómo puedes hoy presentarlo abiertamente ante Jesús en oración?
Jesús enseña que quien ha sido perdonado mucho, ama mucho; el amor apasionado de la mujer es la evidencia de que ha experimentado el perdón de Dios. No es el amor lo que compra el perdón, sino que el perdón recibido produce un amor genuino y desbordante hacia Jesús. Cuando reconoces la magnitud de tu deuda y la grandeza del perdón de Cristo, tu corazón no puede permanecer frío o indiferente, sino que responde con gratitud, entrega y adoración. [28:49]
1 Juan 4:19
Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.
Reflexión: ¿De qué manera puedes expresar hoy tu amor y gratitud a Jesús por el perdón que has recibido, de una forma concreta y visible?
Simón el fariseo representa a quienes, confiados en su propia justicia, comparan su pecado con el de otros y no reconocen su necesidad de gracia. Este orgullo religioso endurece el corazón, impide la confesión y apaga la adoración genuina. El peligro no está solo en pecar, sino en no ver la profundidad de nuestro pecado y en pensar que necesitamos menos perdón que otros. Solo cuando dejamos de compararnos y nos postramos humildemente ante Jesús, podemos experimentar la verdadera transformación. [34:15]
Romanos 3:22-24
La justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.
Reflexión: ¿Hay alguien a quien has juzgado o considerado menos digno de la gracia de Dios que tú? ¿Cómo puedes hoy pedirle a Dios un corazón humilde y compasivo?
La mujer entró a la casa como marginada y salió perdonada, restaurada y salvada por la palabra de Jesús. Él no solo enseña sobre el amor de Dios, sino que lo otorga y lo encarna, dándonos una nueva identidad y paz. No importa cuán lejos hayas estado o cuán grande sea tu vergüenza, si te acercas a Jesús con fe, Él te recibe, te perdona y te da una nueva vida. Acércate hoy a sus pies; ahí encontrarás todo lo que necesitas en Cristo. [32:05]
2 Corintios 5:17
De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.
Reflexión: ¿Qué parte de tu pasado o de tu identidad necesitas hoy entregar a Jesús para recibir de Él una nueva vida y una paz verdadera?
En la historia de la mujer pecadora y el fariseo Simón, se revela la profundidad de la gracia de Jesús y la verdadera naturaleza de nuestra condición humana. Todos compartimos la misma realidad: somos pecadores, deudores incapaces de pagar nuestra deuda espiritual. La diferencia no está en la magnitud de nuestro pecado, sino en cómo respondemos a esa verdad. Algunos, como Simón, se ven a sí mismos como básicamente buenos, respetables, y no sienten una necesidad profunda de gracia. Otros, como la mujer, reconocen su bancarrota espiritual y se acercan a Jesús con humildad, vulnerabilidad y adoración desbordada.
La mujer, despreciada por la sociedad y marcada por su pasado, se atreve a entrar en la casa del fariseo y, sin palabras, se postra a los pies de Jesús. Derrama lágrimas, perfume costoso y su propia dignidad, sin preocuparse por el escándalo o la vergüenza. Su acto es visto como ofensivo por los presentes, pero precioso ante Dios. Jesús no la rechaza, sino que la honra, declara su perdón y la salva, dándole una nueva identidad. Su amor no es la causa de su perdón, sino la evidencia de que ya ha sido perdonada.
Simón, en cambio, representa el corazón religioso que compara pecados y no reconoce su propia necesidad. Invita a Jesús a su casa, pero no le da su corazón. Su falta de amor y cortesía revela que no se siente deudor, y por lo tanto, no experimenta la profundidad del perdón ni la urgencia de adorar. Jesús, con su parábola de los dos deudores, destruye la ilusión de que hay personas más o menos necesitadas de gracia. Todos estamos en la misma condición, y solo quienes llevan su pecado a Jesús experimentan la transformación de su identidad y eternidad.
La invitación es clara: no te quedes a la distancia, no te conformes con observar a Jesús desde lejos o con una religiosidad fría. Acércate con honestidad, reconoce tu necesidad, y postra tu vida a sus pies. En ese lugar humilde, Jesús no rechaza, sino que perdona, restaura y da paz. La verdadera adoración nace de un corazón que ha sido tocado por la gracia y sabe cuánto ha sido perdonado.
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