Hoy celebramos el Día de los Padres, reconociendo la importancia y el privilegio de ser padre en el diseño de Dios. Desde el principio, en el Edén, Dios estableció el matrimonio y la familia como el núcleo de la sociedad, pero también nos advirtió que habría un enemigo, la serpiente, que buscaría destruir ese núcleo. El ataque del enemigo no es casualidad; siempre ha habido una guerra espiritual en contra de la familia, el matrimonio y la unidad. Es fundamental que los hombres y padres reconozcan que no solo existe un enemigo real, sino que también tienen una responsabilidad divina de proteger, guiar y formar el carácter de sus hijos y su hogar.
El relato de Adán y Eva nos muestra dos tipos de pecado: el de comisión (hacer lo que no se debe) y el de omisión (no hacer lo que se debe). Adán estuvo presente, pero ausente en su función, permitiendo que el enemigo hablara y actuara en su casa. Este patrón se repite hoy cuando los padres no asumen su rol espiritual y protector, dejando vacíos que el enemigo aprovecha. No basta con proveer económicamente; la verdadera paternidad implica estar presente, corregir, formar y guiar con amor y compasión, alineados al propósito de Dios.
Muchos hogares operan bajo la lógica de un contrato: “si tú cumples, yo cumplo”, pero el diseño de Dios es un pacto, donde el hombre, la mujer y el Espíritu Santo caminan juntos, asumiendo responsabilidades más allá de las circunstancias o el comportamiento del otro. El pacto exige madurez, sacrificio y una entrega constante, reflejando el amor de Cristo, quien asumió nuestra culpa y pagó el precio por nosotros, aunque no era su responsabilidad directa.
Cada etapa de la vida familiar traerá nuevos retos y batallas, pero la fidelidad de Dios permanece. La familia es el antídoto de Dios para los males del mundo, y cuando hay orden y cobertura espiritual, hay protección y bendición. Es tiempo de que los padres se levanten, asuman su responsabilidad y formen generaciones que honren a Dios, conectándose a la fuente verdadera, Jesucristo, y llevando ese mensaje a otros. No se trata de buscar culpables, sino de responder al llamado: “¿Dónde estás?” y decidir ser hallados fieles en la misión que Dios nos ha confiado.
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